Anoche vi Truman, película de coproducción argentina-española, protagonizada entre Ricardo Darín y Javier Cámara. Aparecía Darín (premiado por este papel), aparecía un enorme perro con cara de bueno, más melancólica aún que la del gran actor argentino, transcurría en España. Fue suficiente para elegirla sin la aprensión de llevarme un chasco. Al final fue más que eso. Terminó sorprendiéndome por distinta.
Yo creo que uno de los mejores elogios que puede recibir una obra -sea del arte que sea- es el haber logrado ser sugerente. Este mundo está demasiado poblado de cosas masticadas y remasticadas y vueltas a masticar y del ánimo de imponer interpretaciones que no son más que reinterpretaciones regurgitadas bajo determinados esquemas. Me fui a la mierda con el paralelo, pero bueno, se entiende. Truman es fresca (dijera cierto amigo al que el término le fascina y lo refresca), lo que era de esperar. Truman toca un tema profundo como la muerte, como la enfermedad terminal, como las despedidas -y en el medio la soledad, la amistad, el amor-, y lo hace sin abuso del golpe bajo, sin ceder tampoco a la ridícula pretensión de caer simpática a cómo dé lugar; torpeza en la que suelen derrapar algunos films tragicómicos norteamericanos, y no norteamericanos. Pero por sobre todas las cosas, Truman sugiere.